JUEVES DE LA OCTAVA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
Libro de Eclesiástico 42,15-26.
Ahora voy a
recordar las obras del Señor, lo que yo he visto, lo voy a relatar: por las
palabras del Señor existen sus obras.
El sol
resplandeciente contempla todas las cosas, y la obra del Señor está llena de su
gloria.
No ha sido
posible a los santos del Señor relatar todas sus maravillas, las que el Señor
todopoderoso estableció sólidamente para que el universo quedara afirmado en su
gloria.
El sondea el
abismo y el corazón, y penetra en sus secretos designios, porque el Altísimo
posee todo el conocimiento y observa los signos de los tiempos.
El anuncia el
pasado y el futuro, y revela las huellas de las cosas ocultas:
ningún
pensamiento se le escapa, ninguna palabra se le oculta.
El dispuso
ordenadamente las grandes obras de su sabiduría, porque existe desde siempre y
para siempre; nada ha sido añadido, nada ha sido quitado, y él no tuvo
necesidad de ningún consejero.
¡Qué deseables
son todas sus obras! Y lo que vemos es apenas una chispa!
Todo tiene
vida y permanece para siempre, y todo obedece a un fin determinado.
Todas las
cosas van en pareja, una frente a otra, y él no ha hecho nada incompleto:
una cosa
asegura el bien de la otra. ¿Quién se saciará de ver su gloria?
Salmo 33(32),2-3.4-5.6-7.8-9.
Alaben al
Señor con la cítara,
toquen en su
honor el arpa de diez cuerdas;
entonen para
él un canto nuevo,
toquen con
arte, profiriendo aclamaciones.
Porque la
palabra del Señor es recta
y él obra
siempre con lealtad;
él ama la
justicia y el derecho,
y la tierra
está llena de su amor.
La palabra del
Señor hizo el cielo,
y el aliento
de su boca, los ejércitos celestiales;
él encierra en
un cántaro las aguas del mar
y pone en un
depósito las olas del océano.
Que toda la
tierra tema al Señor,
y tiemblen
ante él los habitantes del mundo;
porque él lo
dijo, y el mundo existió,
él dio una
orden, y todo subsiste.
Evangelio según San Marcos 10,46-52.
Después
llegaron a Jericó. Cuando Jesús salía de allí, acompañado de sus discípulos y
de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba
sentado junto al camino.
Al enterarse
de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús, Hijo de
David, ten piedad de mí!".
Muchos lo
reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: "¡Hijo de
David, ten piedad de mí!".
Jesús se
detuvo y dijo: "Llámenlo". Entonces llamaron al ciego y le dijeron: "¡Animo,
levántate! El te llama".
Y el ciego,
arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia él.
Jesús le
preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". El le respondió:
"Maestro, que yo pueda ver".
Jesús le dijo:
"Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por
el camino.
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