DOMINGO DE RAMOS EN LA
PASIÓN DEL SEÑOR
Libro de Isaías 50,4-7.
El mismo Señor
me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado
con una palabra de aliento. Cada mañana, él despierta mi oído para que yo
escuche como un discípulo.
El Señor abrió
mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás.
Ofrecí mi
espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la
barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían.
Pero el Señor
viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro
como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Salmo
22(21),8-9.17-18a.19-20.23-24.
Los que me
ven, se burlan de mí,
hacen una
mueca y mueven la cabeza, diciendo:
«Confió en el
Señor, que Él lo libre;
que lo salve,
si lo quiere tanto.»
Me rodea una
jauría de perros,
me asalta una
banda de malhechores;
taladran mis
manos y mis pies.
Yo puedo
contar todos mis huesos.
Se reparten
entre sí mi ropa
y sortean mi
túnica.
Pero tú,
Señor, no te quedes lejos;
tú que eres mi
fuerza, ven pronto a socorrerme.
Yo anunciaré
tu Nombre a mis hermanos,
te alabaré en
medio de la asamblea:
«Alábenlo, los
que temen al Señor;
glorifíquenlo,
descendientes de Jacob;
témanlo,
descendientes de Israel.»
Carta de San Pablo a los
Filipenses 2,6-11.
Jesucristo,
que era de condición divina,
no consideró
esta igualdad con Dios
como algo que
debía guardar celosamente:
al contrario,
se anonadó a sí mismo,
tomando la
condición de servidor
y haciéndose
semejante a los hombres.
Y
presentándose con aspecto humano,
se humilló
hasta aceptar por obediencia la muerte
y muerte de
cruz.
Por eso, Dios
lo exaltó
y le dio el
Nombre que está sobre todo nombre,
para que al
nombre de Jesús,
se doble toda
rodilla
en el cielo,
en la tierra y en los abismos,
y toda lengua
proclame para gloria de Dios Padre:
"Jesucristo
es el Señor".
Evangelio según San Mateo
26,14-75.27,1-66.
Uno de los
Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes
y les dijo:
"¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta
monedas de plata.
Desde ese
momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.
El primer día
de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres
que te preparemos la comida pascual?".
El respondió:
"Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice:
Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis
discípulos'".
Ellos hicieron
como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.
Al atardecer,
estaba a la mesa con los Doce
y, mientras
comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me
entregará".
Profundamente
apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo,
Señor?".
El respondió:
"El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar.
El Hijo del
hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del
hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!".
Judas, el que
lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has
dicho", le respondió Jesús.
Mientras
comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus
discípulos, diciendo: "Tomen y coman, esto es mi Cuerpo".
Después tomó
una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Beban todos de ella,
porque esta es
mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión
de los pecados.
Les aseguro
que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba
con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre".
Después del
canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos.
Entonces Jesús
les dijo: "Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí.
Porque dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del
rebaño.
Pero después
que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea".
Pedro, tomando
la palabra, le dijo: "Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me
escandalizaré jamás".
Jesús le
respondió: "Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me
habrás negado tres veces".
Pedro le dijo:
"Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré". Y todos los
discípulos dijeron lo mismo.
Cuando Jesús
llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo:
"Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar".
Y llevando con
él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a
angustiarse.
Entonces les
dijo: "Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando
conmigo".
Y adelantándose
un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: "Padre mío, si es
posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya".
Después volvió
junto a sus discípulos y los encontró durmiendo. Jesús dijo a Pedro: "¿Es
posible que no hayan podido quedarse despiertos conmigo, ni siquiera una hora?
Estén
prevenidos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está
dispuesto, pero la carne es débil".
Se alejó por
segunda vez y suplicó: "Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo
lo beba, que se haga tu voluntad".
Al regresar
los encontró otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se
alejó de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió
junto a sus discípulos y les dijo: "Ahora pueden dormir y descansar: ha
llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores.
¡Levántense!
¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar".
Jesús estaba
hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una
multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos
del pueblo.
El traidor les
había dado esta señal: "Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo".
Inmediatamente
se acercó a Jesús, diciéndole: "Salud, Maestro", y lo besó.
Jesús le dijo:
"Amigo, ¡cumple tu cometido!". Entonces se abalanzaron sobre él y lo
detuvieron.
Uno de los que
estaban con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote,
cortándole la oreja.
Jesús le dijo:
"Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere.
¿O piensas que
no puedo recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de
doce legiones de ángeles.
Pero entonces,
¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?".
Y en ese
momento dijo Jesús a la multitud: "¿Soy acaso un ladrón, para que salgan a
arrestarme con espadas y palos? Todos los días me sentaba a enseñar en el
Templo, y ustedes no me detuvieron".
Todo esto
sucedió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces todos
los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que habían
arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se
habían reunido los escribas y los ancianos.
Pedro lo
seguía de lejos hasta el palacio del Sumo Sacerdote; entró y se sentó con los
servidores, para ver cómo terminaba todo.
Los sumos
sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para
poder condenarlo a muerte;
pero no lo
encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos.
Finalmente, se presentaron dos
que
declararon: "Este hombre dijo: 'Yo puedo destruir el Templo de Dios y
reconstruirlo en tres días'".
El Sumo
Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a Jesús: "¿No respondes nada? ¿Qué es
lo que estos declaran contra ti?".
Pero Jesús
callaba. El Sumo Sacerdote insistió: "Te conjuro por el Dios vivo a que me
digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios".
Jesús le
respondió: "Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en adelante
verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir sobre
las nubes del cielo".
Entonces el
Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado, ¿Qué
necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia.
¿Qué les
parece?". Ellos respondieron: "Merece la muerte".
Luego lo
escupieron en la cara y lo abofetearon. Otros lo golpeaban,
diciéndole:
"Tú, que eres el Mesías, profetiza, dinos quién te golpeó".
Mientras
tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le
dijo: "Tú también estabas con Jesús, el Galileo".
Pero él lo
negó delante de todos, diciendo: "No sé lo que quieres decir".
Al retirarse
hacia la puerta, lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí:
"Este es uno de los que acompañaban a Jesús, el Nazareno".
Y nuevamente
Pedro negó con juramento: "Yo no conozco a ese hombre".
Un poco más
tarde, los que estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: "Seguro que
tú también eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona".
Entonces Pedro
se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el
gallo,
y Pedro
recordó las palabras que Jesús había dicho: "Antes que cante el gallo, me
negarás tres veces". Y saliendo, lloró amargamente.
Cuando
amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la
manera de hacer ejecutar a Jesús.
Después de
haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron.
Judas, el que
lo entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento,
devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo:
"He pecado, entregando sangre inocente". Ellos respondieron:
"¿Qué nos importa? Es asunto tuyo".
Entonces él,
arrojando las monedas en el Templo, salió y se ahorcó.
Los sumos
sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: "No está permitido ponerlo en el
tesoro, porque es precio de sangre".
Después de
deliberar, compraron con él un campo, llamado "del alfarero", para
sepultar a los extranjeros.
Por esta razón
se lo llama hasta el día de hoy "Campo de sangre".
Así se cumplió
lo anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de
plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas.
Con el dinero
se compró el "Campo del alfarero", como el Señor me lo había
ordenado.
Jesús
compareció ante el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los
judíos?". El respondió: "Tú lo dices".
Al ser acusado
por los sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada.
Pilato le
dijo: "¿No oyes todo lo que declaran contra ti?".
Jesús no
respondió a ninguna de sus preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador.
En cada
Fiesta, el gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección
del pueblo.
Había entonces
uno famoso, llamado Barrabás.
Pilato
preguntó al pueblo que estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en
libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el Mesías?".
El sabía bien
que lo habían entregado por envidia.
Mientras
estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en
el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo
sufrir mucho".
Mientras
tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud que
pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús.
Tomando de
nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál de los dos quieren
que ponga en libertad?". Ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato
continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado el Mesías?". Todos
respondieron: "¡Que sea crucificado!".
El insistió:
"¿Qué mal ha hecho?". Pero ellos gritaban cada vez más fuerte:
"¡Que sea crucificado!".
Al ver que no
se llegaba a nada, sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se
lavó las manos delante de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta
sangre. Es asunto de ustedes".
Y todo el
pueblo respondió: "Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros
hijos".
Entonces,
Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar,
lo entregó para que fuera crucificado.
Los soldados
del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y reunieron a toda la guardia
alrededor de él.
Entonces lo
desvistieron y le pusieron un manto rojo.
Luego tejieron
una corona de espinas y la colocaron sobre su cabeza, pusieron una caña en su
mano derecha y, doblando la rodilla delante de él, se burlaban, diciendo:
"Salud, rey de los judíos".
Y
escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza.
Después de
haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus
vestiduras y lo llevaron a crucificar.
Al salir, se
encontraron con un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la
cruz.
Cuando
llegaron al lugar llamado Gólgota, que significa "lugar del Cráneo",
le dieron de
beber vino con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo.
Después de
crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron;
y sentándose
allí, se quedaron para custodiarlo.
Colocaron
sobre su cabeza una inscripción con el motivo de su condena: "Este es
Jesús, el rey de los judíos".
Al mismo
tiempo, fueron crucificados con él dos ladrones, uno a su derecha y el otro a
su izquierda.
Los que
pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza,
decían:
"Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar,
¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!".
De la misma
manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se
burlaban, diciendo:
"¡Ha
salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje
ahora de la cruz y creeremos en él.
Ha confiado en
Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: "Yo soy Hijo de
Dios".
También lo
insultaban los ladrones crucificados con él.
Desde el
mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región.
Hacia las tres
de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: "Elí, Elí, lemá sabactani",
que significa: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Algunos de los
que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está llamando a Elías".
En seguida,
uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en
la punta de una caña, le dio de beber.
Pero los otros
le decían: "Espera, veamos si Elías viene a salvarlo".
Entonces
Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu.
Inmediatamente,
el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las
rocas se partieron
y las tumbas
se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron
y, saliendo de
las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se
aparecieron a mucha gente.
El centurión y
los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba,
se llenaron de miedo y dijeron: "¡Verdaderamente, este era el Hijo de
Dios!".
Había allí
muchas mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a Jesús
desde Galilea para servirlo.
Entre ellas
estaban María Magdalena, María -la madre de Santiago y de José- y la madre de
los hijos de Zebedeo.
Al atardecer,
llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho
discípulo de Jesús,
y fue a ver a
Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato ordenó que se lo entregaran.
Entonces José
tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia
y lo depositó
en un sepulcro nuevo que se había hecho cavar en la roca. Después hizo rodar
una gran piedra a la entrada del sepulcro, y se fue.
María
Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana
siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos sacerdotes y
los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato,
diciéndole:
"Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía,
dijo: 'A los tres días resucitaré'.
Ordena que el
sepulcro sea custodiado hasta el tercer día, no sea que sus discípulos roben el
cuerpo y luego digan al pueblo: '¡Ha resucitado!'. Este último engaño sería
peor que el primero".
Pilato les
respondió: "Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la vigilancia como lo
crean conveniente".
Ellos fueron y
aseguraron la vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la
guardia.
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